Cuando se pierde el pudor: contratos a dedo, empresas a medida

VCI Dragón 8×8
Se ha cruzado, tiempo ha, una línea peligrosa en la política de adquisiciones del Ministerio de Defensa. No es nueva, pero sí más evidente, más grosera y menos disimulada cada vez. El recurso sistemático al contrato sin publicidad, al «dedazo», a la asignación directa, ha dejado de ser la excepción, si es que alguna vez lo fue, para convertirse en norma no escrita. Y lo que es peor: ya ni siquiera escandaliza. La falta de concursos públicos en los grandes programas de armamento no genera alarma ni debate. Y, sin embargo, debería preocuparnos profundamente, sobre todo ahora que el BOE pesa más que nunca en nuestra historia reciente, habida cuenta de las decenas de miles de millones que se están destinando a las adquisiciones de defensa.
La competencia no es un capricho liberal, es una necesidad industrial. En el sector de la defensa, donde cada euro cuenta y donde la tecnología quiere ser motor de soberanía —o, al menos, así nos lo quieren hacer ver—, la ausencia de competencia es, será, sinónimo de estancamiento. Cuando una empresa sabe que, independientemente de lo que proponga, el contrato caerá de su lado, desaparecen los incentivos para mejorar, para innovar, para arriesgar. No hay necesidad de optimizar costes, de afinar diseños, de hacer propuestas con verdadero valor añadido. Basta con estar en la lista de proveedores habituales del Gobierno. Basta con tener el sello; lo demás vendrá solo.
La concentración empresarial, además, agrava esta deriva. Se está conformando en España una estructura cuasi monopolística por sectores: Navantia para lo naval, Airbus para lo aéreo, Indra para lo terrestre. La ausencia de contestatarios que las pongan en apuros produce tranquilidad y certidumbre en el estamento político. Este ecosistema, lejos de fortalecerse por integración, se debilita por ausencia de tensión competitiva. Por supuesto, habrá quienes lo vean de la manera más radicalmente contraria; es respetable, pero cuando los programas se asignan por inercia, por costumbre o por proximidad política, no por mérito ni por eficiencia, el resultado es previsible: sobrecostes, retrasos, y productos mediocres o poco innovadores que apenas sobreviven al escrutinio internacional. Habrá excepciones, por supuesto, pero no son norma.
La desaparición progresiva de los concursos no es un accidente, sino un síntoma. Y es un síntoma porque un sistema sano fomenta la concurrencia, la transparencia, la emulación técnica. Provoca el instinto, espolea el ingenio, y favorece el constante flujo intelectual bajo la «amenaza» del desafío de los pares. Un sistema enfermo se parapeta en adjudicaciones directas, en «emergencias» administrativas que se acaban eternizando, en convenios opacos. Y es así porque no hay prisa, no hay peligro, no hay nadie que pueda hacer peligrar el status. No se trata de la legalidad, velozmente adaptable con las mutaciones estructurales necesarias para casar agua con aceite, si fuera necesario; hablamos del encaje de los deseos por encima de la legitimidad. Así pues, si bien la ley permite, con excepciones justificadas, acudir a contratos sin publicidad, el abuso de esta vía, como en todo, pervierte el espíritu de la norma.
El daño al tejido industrial de defensa es profundo. Las pymes tecnológicas, las ingenierías especializadas, las empresas emergentes que podrían aportar frescura, velocidad y soluciones a medida, quedan sistemáticamente fuera del tablero. No porque no sean competitivas, sino porque ni siquiera se les da la oportunidad de competir. El sistema las asfixia con barreras de entrada, con requisitos pensados para el oligopolio, con plazos y avales imposibles, con la excusa de la fortaleza en la fase industrial que no podrán afrontar. No se pretende que participen: se pretende que desaparezcan, que no molesten, o que terminen siendo el entremés de las grandes compañías. Y muchas lo hacen, o se transforman en subcontratistas sin voz ni voto, sin peso ni decisión. El resultado será un descenso cuantitativo y cualitativo de ellas, y el consiguiente efecto en la cadena de suministro, empobrecida, dependiente y poco resiliente.
Esta práctica tiene, además, un impacto directo sobre la calidad de los productos. Cuando se escoge al proveedor antes incluso de definir el producto, cuando el proceso de selección no obliga a justificar la elección técnica frente a alternativas, la calidad final se resiente. No hay presión para hacer mejor las cosas. No hay incentivo para alcanzar estándares superiores. Se desarrolla lo justo para cumplir expediente. Y si la empresa elegida no dispone de la capacidad o del conocimiento necesario, se compra fuera: se adquiere la licencia en el extranjero, se ensamblan piezas, se adhiere una pegatina y se bendice el producto como «nacional». Una ficción burocrática que ofende la inteligencia y erosiona la credibilidad del sello «made in Spain».
Es una soberanía de escaparate, sin sustancia. No se trata de renegar de la colaboración internacional, al contrario, sino de asumir que sin competencia interna, sin un ecosistema industrial vivo, crítico y plural, España nunca podrá aspirar a una defensa verdaderamente autónoma, ni a competir fuera, porque no lo hacemos dentro. La soberanía no se decreta, se construye. Y se construye con competencia, no con favoritismos. Con concursos, no con convenios. Con talento industrial, no con burocracias complacientes.
El Gobierno ha decidido, en los hechos, que la competencia estorba. Que es más cómodo manejar un único interlocutor por sector. Que la complejidad administrativa se reduce cuando siempre se elige al mismo. Que la presión política se gestiona mejor cuando se tiene controlado el mapa empresarial. Pero el coste de esta decisión es altísimo, y no sólo en términos económicos. Se está hipotecando el futuro tecnológico de las Fuerzas Armadas, reduciendo la capacidad de innovar, y debilitando las posibilidades reales de exportación. Porque si el producto nacional sólo es elegido en casa por decreto, nadie lo elegirá fuera por convicción. La realidad es tozuda, pero ahí está. ¿Cuántos desarrollos de sistemas principales de armas pueden decirse verdaderamente propios, absolutos, de singular estirpe nacional? ¿Cuántos no provienen de licencias extranjeras?
La inercia mata más despacio que el error, pero mata igual. Y cuando la decisión no pasa por la calidad de la propuesta, sino por la proximidad al poder, por la unicidad del optante, el sistema se convierte en un club cerrado, impermeable al cambio. Eso no es soberanía industrial. Es un simulacro caro, ineficiente y, sobre todo, peligroso.
Hasta que no se recupere una cultura de competencia real, con procesos abiertos, fiscalizables y exigentes, el sector de defensa español seguirá avanzando por la pendiente de la irrelevancia. Acelerando, además, a golpe de contrato a dedo, de licencia, de integraciones… como si los miles de millones que se destinan discrecionalmente no fueran de decenas de millones de ciudadanos. que merecen, cuando menos, el decoro que sólo dan la pulcritud y la transparencia en la disposición del dinero de todos. No poder optar a someter a referéndums los programas de adquisiciones, al estilo helvético, no debiera ser óbice para convertirnos en reos monopolísticos.
Jorge Estévez-Bujez
defensayseguridad.es


3 respuestas
Don Jorge, buenos días nos De Dios.
Uso una condicional para referirle que si vuelve usted a usar la palabra resiliente, me doy de baja de sus excepcionales análisis.
Por lo demás, aplique usted este análisis a todos los órdenes de la vida, razón por la cual en nuestra querida España, pocas cosas funcionan como debieran.
Feliz Navidad.
Sabemos que esta de moda la palabra resiliencia gracias a que está sobre utilizada por el gobierno actual, pero es una palabra de toda la vida que tenemos en nuestro diccionario.
A lo mejor se podría decir «entereza» o poner su definición completa, que «es la capacidad de adaptarse a situaciones adversas»
Así que le dejaremos que tenga esa licencia a don Jorge, porque si se da de baja se perdería estos excelentes análisis 😉
Que tenga un buen día Carlos
Sabemos que esta de moda la palabra resiliencia gracias a que está sobre utilizada por el gobierno actual, pero es una palabra de toda la vida que tenemos en nuestro diccionario.
A lo mejor se podría decir «entereza» o poner su definición completa, que «es la capacidad de adaptarse a situaciones adversas»
Así que le dejaremos que tenga esa licencia a don Jorge, porque si se da de baja se perdería estos excelentes análisis 😉
Que tenga un buen día Carlos