Barcos, honra y diplomacia

La trascendencia internacional de no medir los actos y el desprestigio de otros

 

Ha tenido especial relevancia la noticia que días atrás corrió por los medios y las redes sociales, y que evidenciaba la errática política exterior del Gobierno de la nación en los despliegues de las Fuerzas Armadas: la retirada de la fragata Méndez Núñez de las maniobras del grupo de combate del portaaviones británico Prince of Wales, cuando los navíos lleguen a las calientes aguas cercanas a Taiwán. Se trata, en este caso, de ahorrarle un gesto descortés a Pekín, habida cuenta de que se ha convertido -todavía más- en socio principal de España.

El hecho, que parecía sabido por no pocos además de la Institución naval, viene a consolidar lo que va camino de convertirse en una tradición en la Armada, al menos mientras los rectores de la política internacional española sigan siendo los actuales. Hace ya seis años, el mismo buque fue sometido a igual indignidad, al ser apeado del grupo de combate del portaaviones norteamericano A. Lincoln, en su paso por aguas de Oriente Próximo, evitando que llegara a cruzar, siquiera, el Estrecho de Ormuz. La molestia que se quería evitar, o el riesgo, fue en este caso la de Irán. 

Si lo de hace seis años fue sonado, y costó recuperar crédito y calmar las aguas -no olvidemos la apresurada retirada de Iraq y la conmoción diplomática que supuso para España-, lo de ahora no viene sino a ahondar en la misma llaga y a reabrir los puntos, todavía frescos.

No es que la fiabilidad internacional, la confianza entre colegas y aliados, sea un dogma del que nadie se apea de cuando en cuando; “de pecadores está llena la Iglesia”, que decía el difunto papa Francisco, es que, una vez que te echas a un lado, cuesta lo indecible volver a salir en la foto sin parecer un dudoso de fe, un laxo de quien desconfiar. Lo que para muchos no ha sido más que una bien estudiada decisión, a lomos, sobre todo, de la inquina hacia los EEUU de Trump, y del ya aforismo “no tocar las narices a China”, para otros ha sido, sencillamente, un desprestigio. Los amigos no están sólo para pasear la chalana en aguas calmas y pescar juntos sin cuidado de ofensas ni desaires. A los amigos, si te has comprometido, se les acompaña hasta la puerta del infierno. Pero sólo si te has comprometido, por lo que, si no te seduce la propuesta, simplemente no vayas. No se trata de estar de acuerdo en todo y comulgar con lo que propongan los tipos duros de la Alianza, sino de ser consecuente, coherente. Maniobras, despliegues, ejercicios los hay a docenas, cada año. Seleccionar los más oportunos y convenientes no es tan difícil, ni supone demérito alguno descartar unos u otros en función de los intereses propios

A menos que la OTAN -y el resto de socios de España- se haya convertido en una “alianza líquida”, cosa que no lo parece, al menos por el momento, España no se puede permitir borrarse una y otra vez de la pizarra. No es, insisto, estar o no de acuerdo con el carácter de las maniobras, del fin último de las mismas, sino de conservar intacta la lealtad a los aliados, incluso a sabiendas de que, en el peor de los escenarios, alguno de ellos pudiera actuar de manera similar en un futuro. Cuando lo que está en juego es la virtud de la Armada, la profesionalidad y la fama de sus marinos, así como la imagen de España, las formas son esenciales. Las formas importan, sí, tanto como pueda imaginarse, o quizá más.

En el camino de vía estrecha que la diplomacia española recorre lastimera desde hace ya demasiados años, hemos ido dejando mucha de la impedimenta a los márgenes del sendero. Nuestro bagaje era importante, denso y de carácter definido, aquilatado por siglos de tradición y oficio en las lides diplomáticas. Disuadidos quizá, de que nuestro papel internacional quedó desdibujado para siempre desde el Congreso de Viena, hemos trazado un libro de estilo que, durante doscientos años, apenas ha escrito dos o tres páginas de cierto lustre y buena letra. No es que no dispongamos del talento, los conocimientos o las capacidades; no es eso. Es, probablemente, que una vez asumido el carácter gregario, éste corrompe el espíritu para siempre. Porque, aclaremos: gregario no es el que cumple los compromisos de una alianza donde ha estampado su firma. Gregario y servil es quien se descuelga de las amistades para no ofender a quienes rivalizan con la alianza de la que forma parte.

 

Ebujez

defensayseguridad.es

Un comentario

  1. No sabía que continúas escribiendo. Disfruto con tus relatos y reflexiones. Ésta es una reflexión que comparto, pues me parece muy acertada y que retrata a los desalmados que se han «y adueñado» del poder. ¡¡Enhorabuena!!

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