Pocos elementos simbolizan mejor el poderío naval de una nación que un portaaviones. Cuando en 2017 y 2019 fueron botados sucesivamente los HMS Queen Elizabeth y HMS Prince of Wales, el Reino Unido no solo daba un paso decisivo hacia el rearme estratégico -y anímico-, sino que también volvía a situarse en el selecto grupo de naciones con verdadera proyección aeronaval global.
Hasta hoy, la función principal de estos gigantes del mar ha sido la de plataforma de lanzamiento para la aviación embarcada, principalmente compuesta por cazas F-35B Lightning II y aeronaves de apoyo. Sin embargo, en los últimos meses había surgido un debate profundo, alimentado tanto por voces militares como parlamentarias, sobre la necesidad de dotar a estos buques de capacidades ofensivas adicionales. Privados de la potencia de los portaaviones CATOBAR norteamericanos, francés, y del próximo equivalente chino, el Fujian, Reino Unido tendría planes para, al menos, dotar de capacidad de lanzamiento de misiles de largo alcance a sus dos portaaviones en servicio, la clase Queen Elizabeth.
Portaaviones Queen Elizabeth. Foto: RN
Este debate se inscribe dentro del marco de la Revisión Estratégica de la Defensa 2025, en la que el Reino Unido ha vuelto a subrayar la necesidad de adaptarse a un entorno geopolítico cada vez más volátil, afirmando, incluso, que se trata de una «preparación para la guerra», en palabras del propio Primer Ministro Starmer. Desde el Indo-Pacífico hasta el Mar del Norte, los escenarios estratégicos en los que Londres quiere estar presente, no hacen sino multiplicarse. Y es aquí donde entra en juego la posibilidad de que los portaaviones británicos no sólo sean plataformas aéreas, sino verdaderos centros de operaciones ofensivas, capaces de lanzar ataques convencionales a larga distancia sin necesidad de recurrir al armamento de sus escoltas u otros medios ajenos, como los destructores o fragatas extranjeros de sus grupos de combate.
La idea, que hace apenas una década habría parecido ajena al espíritu operativo de la Royal Navy, se abre paso hoy con creciente interés. Y no es para menos: el equilibrio de poder naval mundial se ha desplazado, y en las nuevas doctrinas de guerra multidominio, la integración de capacidades de disuasión ofensiva en cada unidad cobra más importancia que nunca, sobre todo cuando hablamos de grandes unidades de superficie, como los portaaviones.
¿Qué misiles podrían ser integrados?
De entre todas las opciones posibles, el nombre del Tomahawk Land Attack Missile (TLAM) surge de manera casi automática. El Reino Unido ya dispone de este sistema de armas en sus submarinos de la clase Astute, y su operatividad, fiabilidad y alcance (en torno a los 1.500 km) lo convierten en el candidato natural. La familiaridad logística y doctrinal con este sistema facilitaría su eventual integración en buques de superficie, incluso en portaaviones, aunque esto requeriría un rediseño de compartimentos y sistemas de lanzamiento vertical. Los Queen Elizabeth disponen del suficiente tamaño y desplazamiento para abordar la integración de estos misiles, pero no será fácil materializarla.
Sin embargo, el Tomahawk no es la única opción. La industria de defensa británica, y en particular MBDA UK, ha desarrollado en los últimos años conceptos de misiles de crucero con capacidades navales de lanzamiento, como el SPEAR3 en su versión naval, o incluso el programa conjunto FC/ASW (Future Cruise/Anti-Ship Weapon), desarrollado junto con Francia e Italia. Este último podría representar, a medio plazo, una alternativa europea al Tomahawk, con capacidades tanto antibuque como de ataque a tierra. Pero, tras 15 años de dibujos y powerpoint, poco se sabe del verdadero avance de este programa.
Otra posibilidad es la integración del misil estadounidense LRASM (Long Range Anti-Ship Missile), basado en el JASSM-ER, que puede lanzarse desde aeronaves o buques de superficie. Diseñado para atacar activos navales de alto valor, podría tratarse de un complemento muy válido para dar credibilidad y argumentos a las 2 naves de Reino Unido. Su integración en portaaviones británicos podría requerir, imaginamos, de plataformas de lanzamiento no intrusivas o modulares, dado que los buques británicos no fueron concebidos inicialmente para portar sistemas ofensivos verticales como los VLS (Vertical Launch Systems).

La cubierta limpia del Queen Elizabeth. Foto: RN
También estaría la opción de un futuro misil de ataque de largo alcance, desarrollado en conjunto con Alemania, y que fue esbozado hace apenas unos meses. Se trataría de un ingenio de hasta 2.000 kilómetros de alcance del que todavía no han trascendido muchos más detalles.
No se puede descartar, además, el desarrollo de sistemas de lanzamiento modulares en contenedores tipo Mk41 VLS, que podrían ser adaptados a las cubiertas del hangar o a estructuras adicionales dentro del casco del portaaviones, sin comprometer la arquitectura del buque ni su operatividad aérea.
Cabe, por cierto, preguntarse por qué ahora, tanto tiempo después de botados los buques. Hay varios factores que están motivando esta reconsideración estratégica. El primero, y más evidente, es el cambio en el perfil de amenaza global. Rusia ha demostrado, tanto en Ucrania como en Siria, su capacidad para emplear misiles balísticos y de crucero con una densidad nunca vista desde la Guerra Fría. China, por su parte, ha convertido sus buques de superficie en verdaderas plataformas de misiles, con un número creciente de lanzadores verticales y una doctrina centrada en la negación del acceso y el control del entorno marítimo.

Lanzador vertical MK-41
Por su parte, los portaaviones británicos, si bien están dotados de una capacidad aérea razonable, carecen hoy de medios ofensivos propios para atacar objetivos estratégicos desde el mar sin depender de sus escoltas o de las fuerzas aéreas desplegadas. La necesidad de ampliar su letalidad es, por tanto, una consecuencia natural del nuevo paradigma.
En segundo lugar, las experiencias recientes de conflictos como los de Yemen o Libia han mostrado que incluso buques avanzados pueden ser objeto de ataques asimétricos o de saturación. Incrementar las capacidades de ataque de largo alcance de los portaaviones permitiría responder a esas amenazas sin necesidad de arriesgar la aviación embarcada en misiones de penetración profunda.
Aunque el concepto es sólido desde el punto de vista estratégico, la integración de misiles de largo alcance en los portaaviones británicos no está exenta de desafíos, y Reino Unido tiene un historial reciente de problemas graves en ingeniería y logística navales. El HMS Queen Elizabeth y el HMS Prince of Wales fueron diseñados para operar principalmente como plataformas de aviación, sin sistemas integrados de lanzamiento vertical. Cualquier integración futura de misiles requerirá, posiblemente, de soluciones modulares.
Desde el punto de vista político, sin embargo, los tiempos son propicios. El actual gobierno quiere aprovechar los tambores de guerra, no sólo en lo demoscópico -que también- y ha subrayado su compromiso con el fortalecimiento de las capacidades militares británicas. Las recientes declaraciones del ministro de Defensa y del propio Primer Ministro apuntan a una voluntad clara de reforzar el papel de disuasión de la Royal Navy.
En palabras del Almirante Sir Ben Key, actual Primer Lord del Mar, “la Royal Navy debe ser capaz de proyectar fuerza con independencia táctica y estratégica”. Estas palabras, pronunciadas durante una reciente comparecencia ante el Comité de Defensa del Parlamento, fueron interpretadas por muchos como una alusión directa a esta nueva doctrina de armamento para los portaaviones.
El necesario cambio de estrategia asociado.
La eventual integración de misiles de largo alcance en los portaaviones británicos tendría implicaciones profundas para la propia doctrina británica. Convertir a estas naves en plataformas de ataque autónomo permitiría al Reino Unido operar con mayor flexibilidad en entornos disputados, aumentando su autonomía estratégica y reforzando su papel como aliado clave en las operaciones de la OTAN y otras coaliciones.
Además, el simple anuncio de una medida de este tipo tendría un efecto disuasorio considerable -sobre todo si tiene visos de materializarse-, especialmente en escenarios como el Atlántico Norte, el Mar Báltico o incluso el Mar de China Meridional, donde la presencia simbólica de un portaaviones armado con misiles de largo alcance puede otorgar un punto de relevancia estratégica y táctica de primer nivel.
La discusión sobre la instalación de misiles de largo alcance en los portaaviones británicos no es simplemente un ejercicio teórico: puede ser un reflejo de una transformación más amplia en la doctrina naval del Reino Unido. La pretensión de Londres, tras unos años de pálido languidecimiento de gran parte de sus capacidades militares de disuasión, no parece una extravagancia, sino una necesidad prudente.
Si esta evolución se materializa, podríamos asistir al nacimiento de una nueva clase de portaaviones: no meros aeródromos flotantes, sino verdaderos centros de poder ofensivo marítimo. El problema presupuestario y de integración van a suponer dos grandes escollos, no cabe duda, a lo que hay que unir el de disponibilidad, talón de Aquiles de la Royal Navy de los últimos 10 ó 15 años. No son pocos los desafíos.
Ebujez
defensayseguridad.es

